martes, 2 de noviembre de 2010

Deber moral y quebrantamiento de la ley

Las leyes
Vimos ya que al jurista al hombre de derecho- se le suele llamar también hombre de leyes. Aunque no se debe confundir la ley con el
derecho, no hay por qué rechazar este título; al contrario, el conocimiento de las leyes saber de leyes forma parte muy importante de la
tarea del jurista.
Saber leyes, que es conocerlas e interpretarla correctamente, constituye un arte, que no está al alcance de todos. Es muy fácil caer en la
figura caricaturesca del leguleyo el que no ve más allá de la letra de ley, contrahechura del hombre de leyes que debe ser el jurista. No sé
si el lector recordará una película llamada La ley es la ley, protagonizada por Fernandel y Totó; su humor está basado en las situaciones
incongruentes que surgen cuando se sigue la ley al pie de la letra. Recuerde el lector lo que dice la Biblia hablando de la ley: la letra mata.
No es debida la dificultad de interpretar la ley a que utilice términos muy raros o poco conocidos; la mayoría de las leyes están escritas de
forma accesible a personas de cultura media y, en todo caso, no resulta demasiado difícil familiarizarse con su lenguaje. Salvo que traten
de materias muy especializadas, las leyes suelen hacerse en lenguaje bastante común. Léase, si no, nuestra Constitución; apenas se
encontrará en ella alguna que otra palabra cuyo significado haya que consultar en el diccionario o en una enciclopedia.
La dificultad estriba en que la interpretación de las leyes exige una peculiar prudencia, una clase especial de esa virtud, que se llama
prudencia del derecho; en latín, iuris prudentia, de donde viene, la palabra castellana jurisprudencia. Así como para el lenguaje existe la
eal Academia de la Lengua, también para la ciencia del derecho hay en España una Real Academia: la Real Academia de Jurisprudencia,
que es el nombre clásico de la ciencia del derecho (el nombre completo es Real Academia de Jurisprudencia y Legislación).
La ley
En el lenguaje vulgar se suele llamar ley a lo que en el lenguaje más especializado se llama norma. El uso de esta última palabra es
bastante moderno, pues se introdujo como resultado del principio de jerarquía de normas. Según este principio, no todas las normas
tienen el mismo valor. Unas valen más que otras, en el sentido de que si las de rango inferior contradicen las de rango superior, se
consideran o nulas o anulables, según los casos y los distintos sistemas jurídicos. Este principio es relativamente moderno, ya que antes
cualquier norma contraria a una anterior la derogaba o la abrogaba (derogación parcial), o sencillamente unas y otras seguían teniendo
validez y allá se las entendiesen los juristas intentando conciliadas. A todas se las llamaba genéricamente leyes, aunque recibiesen
distintos nombres, según la forma del documento en el que estaban escritas o de su redacción:
Real Cédula, Ordenanza, etc. A partir de la introducción de la jerarquía de normas, el nombre refleja su rango, de mayor a menor:
Constitución (o ley constitucional), ley (o ley ordinaria), decreto ley, decreto, orden ministerial, etc. Todo este conjunto recibe el nombre de
normas y, en lenguaje corriente, de leyes. Aquí, para más comodidad, hablaremos sin distinciones de ley o de norma.
Una leyes una regla obligatoria que tiene un carácter general. Con general no se quiere decir que se refiera a todos los ciudadanos, sino
que está destinada a un conjunto más o menos amplio de personas, en contraposición a los preceptos u órdenes, que se dirigen
singularmente a una persona o a un grupo determinado que forma una unidad. Por ejemplo, las reglas generales de organización y de
conducta de los militares son leyes o normas (desde las Reales Ordenanzas hasta los decretos gubernativos); en cambio, el mandato que
da el sargento al soldado o el capitán a su compañía son órdenes o preceptos. Luego todo esto se complica porque, por aplicación del
principio de jerarquía de normas, hay preceptos que se dan en forma de ley o decretos y otras cosas por el estilo. Pero si le parece bien al
lector, vamos a dejar estas complicaciones y nos vamos a ceñir al concepto de ley como regla obligatoria de conducta de carácter general.
Norma social
La ley regula y ordena las relaciones entre los hombres; es, pues, una regla social o norma de la vida en sociedad. Para comprender su
naturaleza hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, que es una regla obligatoria, con obligación en sentido propio. ¿Qué
quiere decir obligación en sentido propio? Quiere decir que no se trata, simplemente, de una regla de conducta, cuyo incumplimiento
produzca un rechazo social. Volvemos a encontramos aquí con la pauta sociológica de comportamiento, que hay que distinguir con
claridad de la ley.
Es frecuente que los hombres nos impongamos determinadas normas de comportamiento social, de las que decimos que es obligado
seguidas, sin ser leyes. Por ejemplo, todavía al menos lo era hasta hace muy poco tiempo en algunos hoteles resulta obligado llevar
corbata para entrar y permanecer en sus salones; a quien vaya sin corbata, aunque se trate de un personaje importante, se le invita -y si
el caso lo requiere, se le obliga- a abandonar los salones del hotel. No se crea que esto es sólo propio de ambientes refinados; pruebe
alguien presentarse de corbata y bien trajeado en ambientes contestatarios y probablemente tardará menos en ser expulsado que si va sin
corbata a uno de los aludidos hoteles. En unos ambientes es obligado ir de punta en blanco, en otros resulta obligado ir desastrado. ¿Son
eso verdaderas obligaciones en sentido propio? La respuesta es negativa. Romper una simple norma social de comportamiento es sólo
cuestión de disconformidad, de frescura o -en el caso extremo- de ganas de fastidiar a los prójimos o de provocados. Pero, fuera de
intenciones malévolas, incumplir esa norma no supone romper ningún valor esencial de la persona humana. Se puede ser un hombre
íntegro y cabal con corbata o sin ella y se puede ser un sinvergüenza vestido de frac o con pantalones vaqueros. Estamos en el campo de
lo que, en relación a los valores personales, es indiferente.
Si a veces no vemos claramente la diferencia entre una obligación en sentido propio y esas obligaciones impropias es por un defecto de
educación. Padres y maestros tienen en ocasiones la mala costumbre de corregir con el mismo tono y el mismo enfado la bofetada
propinada a un compañero que coger con las manos los alimentos. Recuerdo al respecto el buen tino y la habilidad educadora de un
padre.
Obedecer la ley pertenece al deber. No es simplemente una cosa conveniente, aunque en ocasiones cumplamos las leyes movidos por motivos de conveniencia, por ejemplo, para evitar una multa. Las leyes marcan lo que en justicia debemos a la sociedad. La sociedad
tiene unos deberes con respecto a nosotros los ciudadanos: es la llamada justicia distributiva; los hombres, al formar parte de la sociedad,
tenemos el estricto derecho es de estricta justicia a que los bienes sociales sean disfrutados por todos según criterios justos y de
acuerdo con las reglas legítimamente establecidas. Los bienes de la sociedad deben ser distribuidos, por lo que a su uso se refiere o
según otras modalidades, entre todos los ciudadanos. Y la verdad es que solemos ser celosos de este derecho. ¡Cuántas reclamaciones!
Apenas hay conversación en la que, de uno u otro modo, no se critique al Estado y a la sociedad por lo que consideramos deficiente o
injusta distribución de bienes. Nuestro celo por esta justicia nos vuelve hasta quisquillosos.
Nuestros deberes con la sociedad son de diversa naturaleza: los hay de justicia y los hay de otras virtudes (solidaridad, por ejemplo).
¿Cuáles son los deberes de justicia, aquellos que representan lo justo, ni más ni menos, que debemos a la sociedad y al Estado?
Nosotros debemos a la sociedad lo que, siendo propio de la sociedad, depende de nuestra colaboración y participación. La sociedad no es
más que la unión de todos nosotros en razón de unos fines o bienes, que se obtienen por el esfuerzo de todos (fin o bien común). Lo que
pertenece a la sociedad -esto es, no lo que es propiedad de ella, sino lo que le es propio, aquello que debe obtener y para lo cual existe,
es el fin o bien común. Ahora bien, como la sociedad es la unión de todos, lo que cada uno le debe a la sociedad es llamémoslo así su
cuota de participación en la obtención del bien común. La parte que cada uno debe poner para que la sociedad obtenga el bien común es
el derecho de la sociedad y el deber de justicia de cada ciudadano.
Pero cabe que nos preguntemos, ¿qué es lo que marca esa cuota, lo que instituye ese deber distribuyendo entre todos el esfuerzo
común? Lógicamente será lo que regule y ordene las conductas de todos los ciudadanos en razón del bien común. Pues bien, tal función
es propia de las leyes. Son ellas las que marcan el deber de cada ciudadano al regular y ordenar la vida social. La ley marca los deberes
de justicia legal. Supongo que a estas alturas ya se habrá adivinado el motivo por el cual esta justicia se llama legal: porque consiste en
cumplir las leyes.
Obedecer las leyes es, pues, un deber de justicia, pertenece al deber, no a lo que conviene hacer para evitar el rechazo social. La
obligatoriedad de las leyes se basa en la justicia. Siendo todos miembros de la sociedad y estando obligados a hacer lo que nos
corresponde para obtener el bien común, estamos obligados a cumplir con lo que manda la ley, que es la regla de justicia de los
ciudadanos respecto de la sociedad.
Ley y deber moral
Hablábamos antes de que había que tener en cuenta dos cosas para comprender la naturaleza de la ley. Hemos visto una: la ley
pertenece al deber, no a los usos sociales o simples pautas sociales de comportamiento. Ahora hemos de ver la otra. El hombre tiene
deberes que no son los impuestos por las leyes. Todos tenemos conciencia de que existen deberes morales: amar a Dios y al prójimo,
decir la verdad, ser castos, no calumniar, etc.
a) De entre estos deberes morales, unos no se incluirán nunca en las leyes, porque no son de su competencia. Hay una parte de nuestro
obrar que está fuera de la jurisdicción de las leyes de la sociedad; pertenece a nuestra intimidad y a nuestra autodeterminación, por lo que
sería un abuso que las leyes pretendiesen entrar en ellas. Cuando el Estado se arroga la función de penetrar en aquello que pertenece a
nuestra intimidad y a la esfera de nuestra autodeterminación, se convierte en totalitario. Hay totalitarismo s de izquierda y los hay de
derecha; para el caso da lo mismo: todos son rechazables por contrarios a la libertad humana.
Estos deberes representan exigencias de nuestra naturaleza y de nuestra condición de hombres. Por ser personas, nuestro ser es digno,
y ni nosotros podemos obrar como nos venga en gana, ni los demás pueden tratamos a capricho. Ahí está la grandeza del ser humano.
Por estar dotado de espíritu y razón, debe comportarse de acuerdo con su ser, conforme a lo que es y a los fines que le son naturales. Es
el deber de autenticidad, de comportarse como lo que se es. Si el hombre no obra racionalmente -según la ley natural, o sea, de acuerdo
con los fines a los que está destinado por naturaleza-, si no vive la autenticidad (que no consiste en hacerse su propia ley, sino en vivir
conforme a lo que objetivamente se es) se degrada y se ofende a sí mismo, ofendiendo su propia dignidad. En esto consiste la
inmoralidad.
En su raíz más profunda, el deber moral es ley de Dios. El hombre ha sido creado por Dios, de modo que su ser representa un don divino
y los fines naturales constituyen la bendición divina, aquel bien al que ha sido llamado para realizarte plenamente. El deber moral es deber
ante Dios y, contravenido, al tiempo que ofende la dignidad humana, quebranta la ley de Dios y constituye una ofensa contra Él. Esta
ofensa a Dios es lo que convierte la inmoralidad en pecado.
Ahora bien, todo esto no lo estudia el jurista, sino el moralista (filósofo o teólogo) y juzgar del pecado no corresponde a los Tribunales,
sino a la Iglesia, particularmente al confesor. Cuando pecamos, no acudimos, para restablecer la paz de nuestra conciencia, al juzgado,
sino al sacramento de la confesión.
b) Junto a las esferas de intimidad y autodeterminación de las que hemos hablado, encontramos otras esferas de coincidencia entre las
leyes y la moral. Robar es un pecado y a la vez es un delito; de tal acción se juzga en la confesión y en el juzgado. ¿Quiere decir esto que
en esos casos el jurista es un moralista; son lo mismo moral y derecho? Hay una regla jurídica muy fácil de comprender: non bis in idem,
no juzgar dos veces de la misma cosa. Si una persona ha cometido un delito, se le juzga y se le impone la pena que corresponda y asunto
terminado. No sería lógico juzgarla otra vez al mes siguiente y luego otra vez y así y cuantas veces se quisiera. Una vez juzgado un
asunto, se conceden los recursos convenientes a los interesados y, agotados los recursos, se dice que el caso pasa al estado de cosa
juzgada y no se vuelve sobre él. Pues bien, para quien comete un delito -por seguir el ejemplo puesto- no es lo mismo estar en paz con su
conciencia -con Dios en definitiva-, que estar en paz con la sociedad. No es lo mismo purgar el pecado cometido con su acción que purgar
el delito que esa acción supone contra la sociedad. La misma acción tiene un doble aspecto y un doble juicio: el juicio de la conciencia (en
su caso, el juicio ante el confesor) y el juicio ante el Tribunal.
Todos hemos visto en el cine algún caso de delincuente que, tras una vida delictuosa, es atrapado por la policía, juzgado y condenado a
prisión. Al salir de ella, el individuo en cuestión se retira del delito e instala un negocio legal o se dedica a descansar, tras declarar que
está en paz con la sociedad. Es verdad, esta' en paz con la sociedad, ya no será otra vez detenido ni juzgado si no reincide. Pero, ¿está
en paz con su conciencia, está en paz con Dios? Ciertamente no, tal paz sólo se recobra por la sincera conversión de corazón, por el
arrepentimiento. No es lo mismo pecar que delinquir.
¿Qué nos dice todo esto? Nos dice algo muy importante. Aun coincidiendo las leyes y la moral en una materia determinada, el jurista no
es un moralista, porque el aspecto jurídico y el aspecto moral de una acción son distintos. La realidad, la acción -la conducta- es única,
pero la perspectiva con que es vista por el jurista y por el moralista no coincide. A su vez, las leyes -estamos hablando de las leyes que
rigen la sociedad, las que corresponden al jurista- se refieren a la conducta humana en un aspecto determinado: el de la participación de
la persona en el bien común o interés general. A las leyes le interesa el hombre como ciudadano y en esto agotan su acción reguladora.
La ley se dirige a que el hombre sea buen ciudadano: el interior del corazón pertenece al hombre y a Dios.
Las leyes son regla de justicia; su obligatoriedad específica la que les corresponde como reglas de conducta, debidas a la sociedad- se
funda, como decíamos, en el deber de justicia de contribuir al bien común de la sociedad. Ésta es su perspectiva.
La justicia es una virtud moral una de las cuatro virtudes cardinales, las virtudes fundamentales del hombre cabal- y como tal comprende la rectitud del corazón humano. También es cierto que la sociedad, para desarrollarse plenamente, necesita que los hombres sean
moralmente rectos. Pero alcanzar esa meta es tarea conjunta de educadores, políticos y moralistas: en definitiva, quien puede lograr
mejor ese fin es la vivencia religiosa. Al jurista, en cambio, le corresponde sólo un aspecto de la justicia: la realización de su objeto, el
resultado que corresponde a la virtud.
En otras palabras, su objetivo es determinar la obra externa de la justicia, sin entrar en las interioridades del corazón del que obra, cosa
que deja al moralista. Asimismo, las leyes, en lo que atañe a su cumplimiento, se limitan a la obra externa; con eso se conforman y
consideran al hombre un buen ciudadano respecto de la justicia legal y en paz con la sociedad. Conseguir el resto es propio de otros
resortes de la comunidad humana, especialmente la educación y la vivencia religiosa.
Precisamente porque la sociedad necesita que los hombres sean moralmente rectos, las leyes deben favorecer la educación, la moral y la
religión. Las llamadas leyes permisivas que no son aquellas que, para evitar un mal mayor, toleran algún vicio social, o leyes tolerantes,
sino las que elevan a rango legal lo inmoral, aceptándola como regla social- son contrarias al bien de la sociedad y constituyen un grave
error político. Sin embargo, la ley como tal no exige la íntegra moralidad de la conducta que la cumple, sino que se conforma con el
cumplimiento externo. Mal está y constituye un acto inmoral desear inmoderadamente los bienes de los demás, pero a la ley le basta con
que el ciudadano no pase a la acción defraudando, estafando o robando.

1 comentario:

  1. bueno soy jesus enrique del 2209 y pues la verdad me parecieron muy chidos los videos aunque un poco largos pero chidos bueno espero que con esto me sea mas facil hacerlos jajaja...
    bueno bay profa q se la pase al 100........

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